Para Antonia. Ángel Llorente Hernández.
Contemplar atentamente las obras de Antonia Valero es acercarnos al interior del espíritu humano, adentrarnos en espacios remotos y profundos de nuestro psiquismo. Sus peculiares creaciones evocan pulsiones internas que tal vez estemos ansiosos por averiguar, pero que al mismo tiempo nos producen miedo por lo que en ellas podamos encontrar de lo que preferimos ignorar de nosotros mismos. La relación de la obra de la artista con nuestra humanidad va más allá de las analogías entre las formas de algunas de sus obras con partes internas de nuestro cuerpo, especialmente la columna que lo sostiene, o entre la preferencia que muestra por la verticalidad y nuestra postura erecta. Tras esas finas mallas que se superponen, cual veladuras en los óleos de los maestros de la pintura, se esconden gritos ahogados, huellas de antiguas heridas curadas, cicatrices cerradas en lo que fue carne lacerada en un cuerpo blando, humano.
Son, asimismo, obras ascéticas, mudas, como los silencios necesarios en la música; presente en los títulos (Andante, arpegio, presto agitato…), de sus composiciones, pero sobre todo en su ritmo interno, logrado mediante repeticiones y en el que surge de la vinculación entre ellas.
En sus obras actuales la artista continúa con el principio geométrico y serial que ya conocemos en su producción desde sus comienzos como pintora, si bien, desde hace algunos años queda semioculta tras los tornasolados del nailon, las sedas y las gasas. Geometría presente en la concepción ortogonal de la base del soporte, generalmente tabla, en los ejes directrices y en la simetría de las composiciones.
Además de alegoría, metáfora, incluso símbolo, en las creaciones de Antonia Valero encontramos la herencia plástica de la imaginería barroca castellana unida a la de la abstracción geométrica y a la literaria de la mística de escritores como San Juan de la Cruz -a quien la artista dedica unas singulares cartas- y Santa Teresa de Jesús.